Buenas y malas palabras

febrero 8, 2019 at 2:47 am Deja un comentario

por Guido Féliz

Non ha mala palabra, si non es a mal tenida;
verás que bien es dicha, si bien fues’ entendida.
–Libro del buen amor

Los que como Rodó con las suyas vivimos enfrascados en una lucha continua y cuasi a muerte con las palabras, corroboramos y más nos convencemos cada día de que la Lengua y la Lógica no siempre van de la mano, como de ordinario se cree o se supone, y que por el contrario la primera tiene empedrado el camino de muchas ilógicas y aun de no pocas contradicciones y sinsentidos.

Mala palabra, palabra mala

Un profesor amigo cuasi que se escandaliza cuando en una nota mía perdida por ahí leyó lo siguiente categórica afirmación: “Una ‘palabra mala’ es una palabra vulgar, malsonante, soez, obscena quizá. Una ‘mala palabra’ es una palabra inconveniente, inoportuna, importuna, prohibida tal vez”.

A juicio del profesor, lo contrario sería la verdad: una “mala palabra” es la  obscena, la soez, la malsonante, la vulgar, mientras que una “palabra mala” es una palabra prohibida, importuna, inoportuna, inconveniente. Y para corroborarlo recurría al siguiente ejemplo: “El traductor pregunta al editor: ‘Jefe, ¿considera usted que ‘librería’ es una palabra buena como traducción de library?” A lo que el editor contesta: ‘No, Tacho, librería es una palabra mala (imprecisa, no idiomática) para traducir ‘library’. Lo propio es biblioteca’.”

No hay ni buenas ni malas palabras

En mi breve respuesta, hice saber al profesor que en realidad y bien visto no hay ni buenas ni malas palabras; que éstas son inocuas y neutrales hasta que a algún espíritu se le ocurre infundirles el cuerpo con intención, propósito, designio. Como ejemplo, recurrí a la palabra “amor”, que en español usamos para designar la primera de las virtudes cristianas y la única que sobrevirá la eternidad (1 Co. 13: 8). Sin embargo, pudimos haber usado “hoja” o “pesticida” o “vulgar” para denotar la misma cosa. De ahí, aducía, que lo “malo” o lo “bueno” de las palabras radique en la intención con que las decimos y en su efecto moral.

Recurrí después para subrayar la noción, a un ejemplo extraído de la vida de Cristo. El Maestro había advertido solemne a sus oyentes con estas palabras: “Pero yo os digo: cualquiera que diga a su hermano: Raca (necio), será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno del fuego” (Mt. 5:22). Entonces agregaba el siguiente comentario: cuando Jesús previene llamar “necio” al prójimo, no le preocupa si la palabreja es malsonante o aun obscena. Lo que enfoca es la intención de desprecio que se implica al decirla, no que la palabra sea en sí buena ni mala.

Punto de vista de la semántica

Créalo usted o no, el profesor no se dio aún por satisfecho con esta escueta explicación. Por el contrario, insistió en que cuando dije que “palabras malas” son sólo aquellas vulgares, malsonantes, soeces, estaba dando la perfecta definición de lo que son las “malas palabras”, y a la inversa, que cuando decía que las “malas palabras” eran aquellas tenidas por inconvenientes, inoportunas, importunas, prohibidas, daba en la diana misma de la definición de lo que constituye una “palabra mala”.

El profesor dijo más: que en realidad y sin ambages reconocía que desde la perspectiva filosófica no hay malas palabras ni palabras malas, pero que otro era el cantar desde el punto de vista de la semántica. Tal sería el caso, argüía, como cuando decimos o escribimos “guindar” o “agarrar” por “colgar” y “asir”. Y como si con eso no bastare, agregaba: “ ‘Malas palabras’ se refiere (no?) a giros y expresiones que no son propios de gente culta y comedida”.

La Lengua es neutral

Para dar por terminado el asunto, me vi en la molesta necesidad de decir al profesor: ni desde la perspectiva filosófica ni desde el punto de vista semántico hay propiamente palabras buenas ni palabras malas. Con el asunto no tiene nada que ver la filosofía ni la semántica. Cuando digo, por ejemplo: ‘Esta maldita mujer’, o éste asqueroso tendero’, no estoy en modo alguno violando ni violentando ninguna de las normas de la semántica ni de los postulados de la filosofía como tales. Ambas expresiones están gramaticalmente bien dichas y pudieran estarlo también desde la perspectiva de la filosofía. Lo que estaría malo o bueno en cualquier caso sería la intención, el propósito, el designio con que se las dice. La Lengua es neutral. La intención puede ser perversa.

Por otra parte, cuando diciendo “Leonor es una buena mujer” tengo intención de decir exactamente lo contrario, el sentido de lo que digo desborda el ámbito de la Lengua  (de la Gramática, de la Sintaxis, de la Semántica, de la Lingüística, de la Filología) para adentrarse en la esfera de la Psicología. Si, por otra parte, afirmando que “Leonor es una mala mujer” resultare que ella es una mujer honrada, me expongo al juicio, no de la Lengua, sino de la Moral. Porque como dijera Cristo, “por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mt. 12:37).

A propósito del aspecto propiamente idiomático de la discusión, en unas “palabras preliminares” de su libro Buenas y malas palabras, el respetable filólogo venezolano Ángel Rosenblat, aventura el siguiente juicio: “Desde el punto de vista filológico no hay ‘malas palabras’. Toda palabra, cualquiera que sea la esfera de la vida material o espiritual a que pertenezca, tiene dignidad e interés histórico y humano. Como el médico, el filólogo procede sin gazmoñería, con absoluta austeridad e inocencia” (p. 11).

La intención y el efecto moral

Volviendo, pues, a Cristo, que no hay propiamente malas ni buenas palabras se ilustra muy bien si se repara en el hecho de que no obstante la solemnidad con que advirtiera acerca de las consecuencias temporales y eternas del mal uso de las palabras, él mismo empló contra sus adversarios religiosos palabras tan fuertes como hipócrita, necio, raza de víboras, sepulcro blanqueado, ciegos, guías ciegos, generación maligna y perversa. Si hubiera alguna maldad en tales términos y expresiones, inexorablemente el Maestro habría sido culpable de expresarlas. Pero a nadie, que me entere, se le ha ocurrido jamás culpar a Jesús de decir ni palabras malas ni malas palabras. ¿Cómo podría ser de otra manera en alguien que sin favor ni temor de nadie declaró ser él mismo la Verdad (Jn. 14:6)? ¿De que otro modo sería si de él está escrito que “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando lo maldecían , no respondía con maldición (es decir, con malas palabras)” (1 P. 2:22, 23)?

Como se ve, pues, lo malo y lo bueno de las palabras está en la intención y en el efecto moral de ellas. El Rey Sabio alude a unos hombres que “contestan antes de oír” (Pr. 18:13) y aun a otros  “cuyas palabras son como estocadas (o golpes de espada)” (Pr. 12:18). Puede, pues, decirse con toda propiedad que en un caso como en el otro se estaría ante un torcido uso de las palabras cuyo efecto es ofender, herir y matar. En nuestro idioma tenemos la palabra “ladrón” para designar con ella al espíritu amigo de substraer lo ajeno. A nadie se arresta ni se lleva ante el tribunal por llamar ladrón al que en efecto lo es. Se haría empero ambas cosas si se diera el nombrete a una persona honrada. De donde también se infiere que sólo se ofende –eso es, sólo puede ofenderse– al hombre íntegro. A los demás simplemente se los llama por su nombre.

 

 

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