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Humildad: la «de garabato» y la otra

Por Guido Féliz

«Un solo camino hay para llegar al conocimiento
de la verdad: la humildad.»
San Agustín

El hecho de que en el curso del tiempo y desde los días mismos de Matusalén tanto sabio haya discurrido sobre la humildad en un vano intento de definirla y precisarla, pudiera ser para un cínico empedernido el signo o el indicio al menos de la índole escurridiza o elusiva de la que –junto con el amor, la esperanza, y la fe– constituye la suprema virtud cristiana.

De la raíz latina «humus»

Teniendo en cuenta, sin embargo, la larga historia de las altanerías humanas, no deja de ser curioso saber que las voces «hombre» y «humildad» provienen ambas de la misma raíz latina, humus, tierra, que no es otra cosa que la leve capa o mantilla formada por la descomposición de materias orgánicas de naturaleza vegetal que cubre la superficie o suelo.

Volviendo, empero, a los conceptos que en el curso de los siglos han expresado hombres sabios –y otros no tan sabios como se cree o se supone–, acerca de la humildad, quizá sea oportuno y pertinente, en el contexto de lo que me propongo considerar ahora en este artículo, lo que al respecto dijera san Agustín: «Un solo camino hay para llegar al conocimiento de la verdad: la humildad».

Humildad de garabato

Curiosamente, el santo varón de Hipona no se perdía en la claridad ni confundía por tanto virtud tan excelsa con lo que con fina ironía llamara «humildad de garabato», que no es otra cosa que la falsa modestia, eso es, lo contrario de la verdadera humildad y que en opinión de Pascal simplemente «equivale a orgullo».

Humildad rebuscada

Unamuno acaso extrema el concepto agustiniano de la «humildad de garabato» –a la que bautiza con el nombrete de «humildad rebuscada»–, cuando pretende que lo más verdaderamente humilde en quien se juzga superior a otros es admitirlo de buen grado, atenerse a las consecuencias de la infamia, y sobrellevar con paciencia el sambenito de soberbio.

Ahora bien: aunque he dicho que la opinión del sabio de Salamanca quizá represente un extremo del concepto agustiniano de «humildad de garabato» o inmodestia, pudiera no estar tan lejos de la verdadera humildad como a primera vista parece.

La verdadera humildad

En efecto, dejando a un lado eso de saberse o creerse «superior a otros» –que bien visto es lo más anticristiano que pudiera concebirse o imaginarse–, pienso que un ponderar más sereno de la relación entre el concepto de la humildad expresado por Agustín y el dicho por Unamuno –y sobre todo de lo que ambos quieren prevenir con las expresiones «humildad de garabato» y «humildad rebuscada»–, quizá nos persuada de que ambos sabios están ideológicamente y filosóficamente más cercanos entre sí que lo que pudiera suponerse.

Y es así, o pudiera ser así, porque más que exaltar la «verdadera humildad», lo que el santo y el filósofo se proponen –cada uno en su esfera y a su modo– es prevenir que aquella sea confundida con la de «garabato» o «rebuscada», y que a consecuencia de ello el hombre extravíe el camino de la verdad, que a juicio de Agustín y como hemos visto no es otro que el de la humildad.

En un improvisado intercambio de correspondencia con un profesor amigo, incidentalmente mencionó él la saludable impresión que siendo aún muy joven le causara haber leído en la revista Selecciones el pensamiento de un filósofo, según el cual se deja de ser humilde en el momento mismo en que se cree serlo.

No estuve absolutamente de acuerdo con tal criterio y así se lo hice saber a mi amigo. «Como en todo –le decía– depende de si el que se juzga humilde lo es o no efectivamente. Si lo es, y lo reconoce, no hay nada moralmente condenable en ello. Y por el contrario: si no siendo humilde lo pretende, cae en la inmodestia, que es precisamente el espíritu contrario de la humildad.

El ejemplo de Jesús

Fundé mi punto de vista al respecto en el que sin duda constituye el dechado o supremo de los ejemplos morales: el de Jesús de Nazaret. Cristo, en efecto, invitó a los hombres a ser humildes en consideración a su propio y único ejemplo:

«Aprended de mí –dijo–, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.» Mateo 11:29

Estas palabras son dignas de consideración, sobre todo, porque salieron de labios de un hombre que tanto y en tantos respectos previno al mundo de la impertinencia, y sobre todo de las temibles consecuencias del orgullo. Líneas arriba he dicho que creerse o juzgarse mayor o más importante que los otros representa la antítesis del espíritu de Cristo, las antípodas de la profesión cristiana.

El que se enaltece, será humillado

¿Pues no fue acaso Jesús el que tantas veces advirtiera que «cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido» (Lucas 14:11)? ¿No fue precisamente él quien dijera que si alguno quería seguirlo debía primero, como exigencia ineludible e ineluctable, «negarse a sí mismo» (Lucas 9:23)? Y por ventura, ¿no fue de él de quien san Pablo aprendió que en el ámbito de la comunidad cristiana cada uno debe estimar a los otros como superior a él mismo (Filipenses 2:3)?

Dechado único de humildad

Ciertamente. Pero todo esto prueba que decir, o admitir al menos, que se es humilde –como que se es honrado, decente, discreto– cuando verdaderamente se lo es, no desentona ni con el espíritu ni con las enseñanzas del Maestro. De otro modo la gentil invitación suya a aprender la humildad siguiendo su propio supremo ejemplo no tendría sentido, y más probablemente se exhibiría como prueba insuperable del espíritu contrario: el de la altivez. Teniendo en cuenta, como también dijera a mi amigo, que Cristo no sólo es el dechado único de humildad que debe admirarse, sino el ejemplo práctico que debe imitarse. Pues como también dijera él en memorable ocasión: «Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13:15; 1 Pedro 2:21). Nada de lo cual significa –ni podría significar– una invitación o una licencia a la beatería.

 

 

marzo 3, 2019 at 10:26 pm 1 comentario

Buenas y malas palabras

por Guido Féliz

Non ha mala palabra, si non es a mal tenida;
verás que bien es dicha, si bien fues’ entendida.
–Libro del buen amor

Los que como Rodó con las suyas vivimos enfrascados en una lucha continua y cuasi a muerte con las palabras, corroboramos y más nos convencemos cada día de que la Lengua y la Lógica no siempre van de la mano, como de ordinario se cree o se supone, y que por el contrario la primera tiene empedrado el camino de muchas ilógicas y aun de no pocas contradicciones y sinsentidos.

Mala palabra, palabra mala

Un profesor amigo cuasi que se escandaliza cuando en una nota mía perdida por ahí leyó lo siguiente categórica afirmación: “Una ‘palabra mala’ es una palabra vulgar, malsonante, soez, obscena quizá. Una ‘mala palabra’ es una palabra inconveniente, inoportuna, importuna, prohibida tal vez”.

A juicio del profesor, lo contrario sería la verdad: una “mala palabra” es la  obscena, la soez, la malsonante, la vulgar, mientras que una “palabra mala” es una palabra prohibida, importuna, inoportuna, inconveniente. Y para corroborarlo recurría al siguiente ejemplo: “El traductor pregunta al editor: ‘Jefe, ¿considera usted que ‘librería’ es una palabra buena como traducción de library?” A lo que el editor contesta: ‘No, Tacho, librería es una palabra mala (imprecisa, no idiomática) para traducir ‘library’. Lo propio es biblioteca’.”

No hay ni buenas ni malas palabras

En mi breve respuesta, hice saber al profesor que en realidad y bien visto no hay ni buenas ni malas palabras; que éstas son inocuas y neutrales hasta que a algún espíritu se le ocurre infundirles el cuerpo con intención, propósito, designio. Como ejemplo, recurrí a la palabra “amor”, que en español usamos para designar la primera de las virtudes cristianas y la única que sobrevirá la eternidad (1 Co. 13: 8). Sin embargo, pudimos haber usado “hoja” o “pesticida” o “vulgar” para denotar la misma cosa. De ahí, aducía, que lo “malo” o lo “bueno” de las palabras radique en la intención con que las decimos y en su efecto moral.

Recurrí después para subrayar la noción, a un ejemplo extraído de la vida de Cristo. El Maestro había advertido solemne a sus oyentes con estas palabras: “Pero yo os digo: cualquiera que diga a su hermano: Raca (necio), será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno del fuego” (Mt. 5:22). Entonces agregaba el siguiente comentario: cuando Jesús previene llamar “necio” al prójimo, no le preocupa si la palabreja es malsonante o aun obscena. Lo que enfoca es la intención de desprecio que se implica al decirla, no que la palabra sea en sí buena ni mala.

Punto de vista de la semántica

Créalo usted o no, el profesor no se dio aún por satisfecho con esta escueta explicación. Por el contrario, insistió en que cuando dije que “palabras malas” son sólo aquellas vulgares, malsonantes, soeces, estaba dando la perfecta definición de lo que son las “malas palabras”, y a la inversa, que cuando decía que las “malas palabras” eran aquellas tenidas por inconvenientes, inoportunas, importunas, prohibidas, daba en la diana misma de la definición de lo que constituye una “palabra mala”.

El profesor dijo más: que en realidad y sin ambages reconocía que desde la perspectiva filosófica no hay malas palabras ni palabras malas, pero que otro era el cantar desde el punto de vista de la semántica. Tal sería el caso, argüía, como cuando decimos o escribimos “guindar” o “agarrar” por “colgar” y “asir”. Y como si con eso no bastare, agregaba: “ ‘Malas palabras’ se refiere (no?) a giros y expresiones que no son propios de gente culta y comedida”.

La Lengua es neutral

Para dar por terminado el asunto, me vi en la molesta necesidad de decir al profesor: ni desde la perspectiva filosófica ni desde el punto de vista semántico hay propiamente palabras buenas ni palabras malas. Con el asunto no tiene nada que ver la filosofía ni la semántica. Cuando digo, por ejemplo: ‘Esta maldita mujer’, o éste asqueroso tendero’, no estoy en modo alguno violando ni violentando ninguna de las normas de la semántica ni de los postulados de la filosofía como tales. Ambas expresiones están gramaticalmente bien dichas y pudieran estarlo también desde la perspectiva de la filosofía. Lo que estaría malo o bueno en cualquier caso sería la intención, el propósito, el designio con que se las dice. La Lengua es neutral. La intención puede ser perversa.

Por otra parte, cuando diciendo “Leonor es una buena mujer” tengo intención de decir exactamente lo contrario, el sentido de lo que digo desborda el ámbito de la Lengua  (de la Gramática, de la Sintaxis, de la Semántica, de la Lingüística, de la Filología) para adentrarse en la esfera de la Psicología. Si, por otra parte, afirmando que “Leonor es una mala mujer” resultare que ella es una mujer honrada, me expongo al juicio, no de la Lengua, sino de la Moral. Porque como dijera Cristo, “por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mt. 12:37).

A propósito del aspecto propiamente idiomático de la discusión, en unas “palabras preliminares” de su libro Buenas y malas palabras, el respetable filólogo venezolano Ángel Rosenblat, aventura el siguiente juicio: “Desde el punto de vista filológico no hay ‘malas palabras’. Toda palabra, cualquiera que sea la esfera de la vida material o espiritual a que pertenezca, tiene dignidad e interés histórico y humano. Como el médico, el filólogo procede sin gazmoñería, con absoluta austeridad e inocencia” (p. 11).

La intención y el efecto moral

Volviendo, pues, a Cristo, que no hay propiamente malas ni buenas palabras se ilustra muy bien si se repara en el hecho de que no obstante la solemnidad con que advirtiera acerca de las consecuencias temporales y eternas del mal uso de las palabras, él mismo empló contra sus adversarios religiosos palabras tan fuertes como hipócrita, necio, raza de víboras, sepulcro blanqueado, ciegos, guías ciegos, generación maligna y perversa. Si hubiera alguna maldad en tales términos y expresiones, inexorablemente el Maestro habría sido culpable de expresarlas. Pero a nadie, que me entere, se le ha ocurrido jamás culpar a Jesús de decir ni palabras malas ni malas palabras. ¿Cómo podría ser de otra manera en alguien que sin favor ni temor de nadie declaró ser él mismo la Verdad (Jn. 14:6)? ¿De que otro modo sería si de él está escrito que “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando lo maldecían , no respondía con maldición (es decir, con malas palabras)” (1 P. 2:22, 23)?

Como se ve, pues, lo malo y lo bueno de las palabras está en la intención y en el efecto moral de ellas. El Rey Sabio alude a unos hombres que “contestan antes de oír” (Pr. 18:13) y aun a otros  “cuyas palabras son como estocadas (o golpes de espada)” (Pr. 12:18). Puede, pues, decirse con toda propiedad que en un caso como en el otro se estaría ante un torcido uso de las palabras cuyo efecto es ofender, herir y matar. En nuestro idioma tenemos la palabra “ladrón” para designar con ella al espíritu amigo de substraer lo ajeno. A nadie se arresta ni se lleva ante el tribunal por llamar ladrón al que en efecto lo es. Se haría empero ambas cosas si se diera el nombrete a una persona honrada. De donde también se infiere que sólo se ofende –eso es, sólo puede ofenderse– al hombre íntegro. A los demás simplemente se los llama por su nombre.

 

 

febrero 8, 2019 at 2:47 am Deja un comentario


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